Crítica de Cine: 'La Mecánica del Corazón'

De una fábula para adultos y un whisky on the rocks


Nota: 7'5

Lo mejor: es lírica estética en estado puro.
Lo peor: los fragmentos musicales para los espectadores más reacios a las cancioncillas.

Me gustaría decirte que el amor de verdad es el que no te hace sufrir, el que perdura eternamente, el correspondido, el que soporta mil huracanes y continúa entero como el primer día, el que es capaz de traspasar fronteras, atravesar montañas, cruzar océanos de tiempo y transformar tu rutina en un pasaje de arcoiris, unicornios de colores y piruletas, pero lo siento, amigo, esto no es Disney, esto es un crudo relato sobre la vida real  y, aquí, la mayoría de las veces ese paseíto por el paraíso dura lo que "dos peces de hielo en un whisky on the rocks", como diría un famoso canalla con un doctorado en estos asuntos.

Y es que, Mathias Malzieu no nos trae una de esas historias en las que chico conoce a chica, ambos se enamoran y acaban contrayendo matrimonio con un baile final al son de I'm a Believer, no, el autor francés de la novela original en la que se basa La Mecánica del Corazón viene a darnos un par de hostias en toda la cara y a estrujarnos el alma con un cuento crudo y conmovedor en formato animado, que si bien en apariencia parece enfocado a una audiencia infantil, la intención es totalmente contraria, porque la aventura del protagonista no se entiende sin la experiencia del amor y, sí, también del desamor, por ello el film sólo puede cobrar su sentido completo a través de unos ojos ya veteranos que han derramado en forma de lágrima más de un desengaño.


Así pues, Malzieu, quien guioniza y dirige el film junto a Stéphane Berla, elabora una narración destinada eminentemente a un público adulto que nos transporta a Edimburgo, a la que, quizá, fue la noche más gélida de 1874. Bajo el cielo estrellado de la capital escocesa una mujer exhausta a punto de dar a luz camina con gran esfuerzo a través de una senda nevada que conduce hasta la puerta de una enorme mansión. Allí, Madeleine, la propietaria de la casa, recoge a la muchacha y le ayuda en el parto, pero la comadrona detecta algo extraño en el recién nacido, su corazón está congelado. Madeleine sustituye el órgano por un reloj, pero para que Jack pueda vivir con dicho mecanismo, deberá respetar tres reglas: "la primera, no toques las agujas de tu corazón. Segunda, domina tu cólera. Tercera y más importante, no te enamores jamás de los jamases". Jack crece y todo va bien hasta que, cierto día, su camino se cruza con el de una muchacha, Miss Acacia, de la que se enamora perdidamente y por la que emprenderá un largo viaje desde su ciudad natal hasta España.

Ya desde el planteamiento mismo de su trama, la película nos introduce en un particular juego lírico que, como en el libro, baila con nosotros al compás de constantes metáforas que describen un proceso romántico por el que todos hemos vagado en algún momento de nuestra vida, con el fin de abordar asuntos tan humanos y triviales como el temor a amar, el sufrimiento que ello indefectiblemente acarrea o nuestra inmadurez e incapacidad a la hora de afrontar responsabilidades y desengaños sentimentales, entre otras muchas lecturas extraíbles de sus abundantes, pero apasionados diálogos.


Todo ello, narrado a través de una artesanía que derrocha imaginación se mire por donde se mire, con especial mimo en el diseño de esa pareja protagónica algo excéntrica que desborda dulzura y humanidad y con la que, sobre todo, somos capaces de identificarnos en cada una de nuestras distintas vivencias, porque todos hemos sido alguna vez -o unas cuantas- Jack, pero también Miss Acacia.

No obstante, el especial cuidado va más allá, porque visitamos un fascinante mundo fantástico que bebe del romanticismo y del gótico, influenciado por los trabajos de Henry Selick (Los Mundos de Coraline) y Tim Burton en el campo de la animación. Así, La Mecánica del Corazón encuentra en su forma el argumento más potente para permanecer con la cabeza bien erguida ante las imponentes y altivas miradas  de Pixar/Disney o Dreamworks, con la diferencia de que el emotivo cuento de Malzieu no viste una lente bifocal orientada a grandes y pequeños, sino que los únicos correspondidos somos, esta vez, los espectadores ya creciditos.


Y, precisamente, como público adulto, muchos de los que somos reacios a musicales y cancioncitas sentiremos cierta pereza a la hora de digerir aquellos fragmentos en los que los protagonistas dejan volar su voz, aunque la pieza en su conjunto, algún que otro homenaje al séptimo arte (eterno Méliès) y el resultado final compensan cualquier pequeño perjuicio que hayamos podido sufrir en esta íntima y preciosa travesía hacia los claroscuros del corazón en la que el destino que nos aguarda (diferente al de la novela) alcanza su clímax lírico final para, al fin y al cabo, convertirse en una de las muchas historias que se cuentan sobre la barra humedecida de cualquier club nocturno, la misma sobre la que se lamenta un Rick Blaine condenado a recordar su vestido azul en París, la misma en la que maldice un Dixon Steele que pudo vivir al menos unas semanas mientras ella le amó y, por qué no, la misma sobre la que tarde o temprano derramaremos nuestra copa de whisky cuando ya no importe un carajo si las malditas agujas del reloj funcionan o no.

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