Lo mejor: parte
de una premisa atractiva.
Lo peor: que no la explota.
Michael
Pitt interpreta a un estudiante de biología especializado en el ojo humano y empeñado
en demostrar lo erróneo de la tesis creacionista. Conoce a Sofi (Astrid
Berges-Frisbey) y eventualmente, gracias al descubrimiento de su ayudante (Britt Marling), establece una relación
directa entre el alma de dos personas que comparten la misma secuencia genética
ocular. Así, para cualquiera que haya visto el tráiler no es ningún
misterio que la tesis que defiende Orígenes
es que los ojos son el espejo del alma, literalmente. Sin ahondar demasiado en
esta proposición, la historia de Mike Cahill incluso se atreve a insinuar una
unión metafísica, algo que ni la ciencia puede demostrar ni brindar en forma de
teorías sobre el papel. Y es eso precisamente de lo que se aprovecha su
director para repetir la misma fórmula que ya aplicó en Another Earth, su filme anterior.
La
decepción que supuso Another Earth (2011)
por su desenlace simplista y tramposo vuelve a repetirse en Orígenes a través de un patrón que ya
puede decirse que es marca de la casa: Mike Cahill expone una premisa atractiva con la que seduce al espectador pero que no llega nunca a desarrollar ni mucho menos a cerrar de forma apropiada. De esta manera, el director transforma sus proyectos
en simples borradores que albergan ideas sugerentes a través de las que teje
una telaraña de conexiones superficiales sin el suficiente peso como para
soportar la estructura que ha intentado levantar. El director y guionista desperdicia
las posibilidades narrativas de sus historias en las que a menudo da la
impresión de que lo realmente interesante comienza cuando aparecen los títulos
finales de crédito.
No deja
de resultar sorprendente que un director en principio cercano a la ciencia
ficción se rinda a un discurso pseudo-fantástico y probablemente más
conservador de lo que pretendía. Echando por tierra toda noción científica,
Cahill defiende la existencia del alma en una narración recargada con
numerología y filosofía barata por la que vagan sin rumbo las nociones de
destino, azar y reencarnación. Toda la estructura del filme se basa en un
cúmulo de casualidades, a las que hay que añadirle el sentimentalismo impostado
de un romance con la profundidad narrativa de un videoclip aleatorio y multitud
de escenas que aportan más bien poco. Tampoco es posible encontrar consuelo en
los personajes, atendiendo en concreto a la planicidad de los femeninos. Por un
lado, el prototipo de hippie aniñada y caprichosa con aire de misterio
encarnado por Sofi. Por otro, Brit Marling terriblemente desaprovechada como
científica que no se lleva ningún crédito – ni protagonismo – por sus hallazgos
y cuyo rol principal en el filme termina siendo la maternidad.
Es
conocido el interés de Mike Cahill por la obra del director polaco Krzysztof
Kieslowski. Y aunque a veces la línea entre la admiración y el saqueo sea ligeramente
borrosa (Tarantino), en este caso son claras las fuentes a las que ha recurrido
el estadounidense. Los puntos en común entre la filmografía de Cahill y la de
Kieslowski son evidentes, pudiéndose extraer tanto correspondencias narrativas como
paralelismos visuales. La conexión arbitraria entre dos desconocidos - capaz de
dar explicación a fobias irracionales - que propone Cahill ya la representó Kieslowski
en 1991 cuando, ignorando todavía que tiene una doble, una de las protagonistas de
La Doble Vida de Verónica proclama:
“Siento que no estoy sola en el mundo”. La diferencia es que el director polaco
exploraba la temática del azar y las casualidades desde una óptica inclinada
hacia lo fantástico, mientras que Cahill a menudo intenta revestir sus
historias partiendo de una base científica. Y ahí es donde se fracturan sus
relatos.
La
deuda visual de Cahill hacia Kieslowski se obvia por ejemplo en el protagonismo
del cristal. Es a través de la ventana de un autobús cuando la Verónica polaca
descubre a su doble por primera vez. De igual manera se reencuentra Michael
Pitt con Sofi, a través del espejo de una puerta. Otra equivalencia sitúa
la cámara de fotos como catalizador, proporcionando la prueba irrefutable de
que el otro existe. En Orígenes a
Pitt le sirve una fotografía para encontrar a Sofi y posteriormente a su alma
gemela; en La doble vida de Verónica el
retrato robado supone la confirmación de lo que inconscientemente ya se venía
sospechando: una presencia extrañamente familiar que te ha acompañado siempre.
Quizás, por escoger premisas que se le quedan grandes o porque carece de la valentía o
los recursos necesarios para desarrollar propiamente sus historias, no es
imprudente asumir que Mike Cahill o se encuentra a gusto o no le queda más
remedio que jugar con la ambigüedad, para detrimento de sus obras. La película
pronto destierra la lógica para mostrar su verdadera cara: la escapista. Revestida
con una pátina indie, Orígenes
naufraga entre el drama romántico y la fantasía ligera, en la que quizás lo más
inteligente que se le ofrece al espectador es el juego de palabras que supone
su título en inglés.
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