Menos pólvora, pero el mismo espectáculo
Nota: 9
Una vez terminada la ya inmortalizada Breaking Bad, muchos de nosotros, seriéfilos empedernidos, nos hemos vuelto a plantear tras analizar toda la obra en su conjunto si la protagonizada por Brian Cranston es la mejor serie de la historia. Qué duda cabe que es un debate
justo y del que probablemente no obtengamos nunca una opinión unánime, ya que los
chicos de Baltimore todavía siguen en el recuerdo de
muchos. Ahora y a la espera de colgar el broche final, todo apunta a que en esta discusión entrará un invitado más, que puede enorgullecerse de ser, por el momento y casi con total seguridad, la mejor televisiva que actualmente se encuentre
en antena. Boardwalk Empire
es una de esas series nacida en una época de esplendor en la televisión
americana, donde cada año los estrenos ambiciosos se han contado por varios. Sin embargo, alcanzadas las dos últimas temporadas, parece que la producción de Scorsese y cía se ha quedado sola y es que, por desgracia, estamos asistiendo al
ingenio marchito de esa era en la que la pequeña pantalla había estado jactándose de estar unos cuanto kilómetros po delante de la grande. Por eso, este cuarto año ha sido más que nunca un ejercicio de fuerza
para la liderada por el genial Steve Buscemi, la cual está ganándose a pulso el tener un lugar privilegiado en nuestra memoria. La incógnita será saber cuán alto puede volar.
La tercera temporada de Boardwalk Empire fue la sorpresa mejor recibida del año pasado, y no porque algunos sospecharan de un ocaso inminente, sino porque muchos encontrábamos tarea ardua y difícil salir de la sombra de su maravillosa segunda temporada, una de las mejores de la Historia de la televisión. Y es que la serie de HBO siempre ha mantenido una lucha constante contra las expectativas. Gyp Rossetti fue un personaje eléctrico, una bomba de relojería que puso a Nucky contra las cuerdas y al borde del KO, pero una vez cavado otro foso para sus enemigos, ¿qué nuevo reto podría plantearse para el ambicioso Nucky? Ésta fue quizás la pregunta que Terence Winter y los suyos debieron hacerse y, desde luego, visto está que la cuarta temporada ha sido una demostración de ese tesón y buenas intenciones. Tras dos años en los que hemos sido testigos de cómo la tensión se cimentaba capítulo a capítulo para, posteriormente, recoger los frutos de ese esfuerzo en un clímax final de vértigo, esta temporada se ha optado por cambiar el marco narrativo, porque la finalidad no ha sido llegar al último capítulo y dejar al espectador noqueado. Se podría decir que, incluso, nos encontramos con una resolución anticlimática en comparación al resto de cierres de años anteriores. Una temporada que si bien no ha resultado tan vertiginosa y entretenida como sus dos entregas predecesoras, sí que ha terminado mostrando un equilibrio rítmico mucho más constante gracias, sobre todo, a sus múltiples subtramas y amalgama de personajes que han aportado una vertiente emocional inexplorada hasta la fecha.
Ese mentado cambio de inercia en lo que
respecta a la narrativa no es tan exclusivo de la serie si atendemos a otras joyas de HBO como Deadwood
o Los Soprano, a las que nunca se aplicó ese acelerón para culminar, sino que se buscó más bien confeccionar
grandes atmósferas en las que los personajes con sus vidas, emociones, derrotas o
victorias llegaban a ocupar tanta o más importancia que la premisa del
relato. Es en el desarrollo de este aspecto donde Boardwalk
ha crecido exponencialmente este año, profundizando en cada uno de sus protagonistas y en
sus respectivas tragedias. Ha sido Edie
Kesser y su pasado que llamaba a su puerta, ha sido la Señora Darmody y sus muertos que reclamaban la
factura, ha sido Richard Harrow y su
desafortunado destino.
Porque, finalmente, Boardwalk Empire va
más allá de la ley seca de los años 20. La tragedia se cierne sobre
el cielo de Atlantic City y con ello se divisa el mayor de los dramas.
Por eso mismo, no hemos encontrado en
el Dr. Narcisse al villano
de la temporada tal y como insinuaba el arranque, aunque su irrupción en el relato ha sido una delicia para ojos y oídos -indispensable, como siempre, verlo en versión original-. Jeffrey Wright hace
un trabajo colosal esbozando un personaje con tintes aristocráticos, embaucador
de masas y verdugo de sus opositores. El odio creciente entre el impoluto Chalky
y el refinado racista de Narcisse ha sido el fuego que ha avivado las
llamas, llegando a un punto y seguido en el que ninguno ha acabado durmiendo
con los peces, elevando a Narcisse a otra isla narrativa que posibilita seguir
enriqueciendo el relato en esa batalla por el dominio del poder negro. Peor suerte ha corrido el estimable Mr.
Purnsley, cuyo absorto final ha mantenido nuestro pecho encogido hasta su sucia y sangrienta partida hacia el otro
barrio.
Las apariciones del
prometedor J. Edgar Hoover y del lunático y obsesivo Knox parecía
que iban a volver a colocar a Nuck sobre el precipicio. Finalmente, nunca han
resultado una verdadera amenaza, presentándose, más bien, como la chispa causante de la eclosión, nuevamente, de la relación entre Nucky y el inseguro Elias.
Esta temporada nos hemos encontrado al primero aún curándose las cicatrices de su
última contienda, lejos de su suite
presidencial del Hotel, desamparado tras la fuga de la señora Schroeder
(relegada a un segundo plano muy acertadamente) y con la única motivación de
seguir saciando su ambición en una carrera hacia el horizonte. El propio
Thomson se ha cuestionado su propia motivación cuando ya ha logrado alcanzar el
sol. La irrupción del personaje de Patricia Arquette -divertidamente
erótico como es habitual en la actriz- se ha convertido en un recurso narrativo
para el devenir de Nucky, hastíado de
la incapacidad de los hombres para sentarse y hablar de sus
diferencias con el fin de dirimirlas. Y es que, que Nuck dejó de ser
un gánster -a medias- ya quedó patentado con sangre, pero también es cierto que
no es camino por el que transite con la misma facilidad que Masseria
o Al Capone. Como el propio ex tesorero decía: los
hombres deben ser conscientes de la cantidad de mal con la que pueden vivir. ¿Será Nucky ya consciente de ello tras su tentativa
de abandono? Porque nuestro protagonista no es Michael Corleone y Eli tampoco ha terminado
recorriendo los pasos del desgraciado Fredo.
El último capítulo
nos ha dejado con sensaciones encontradas, como si el cuerpo nos pidiera sangre o la necesidad de que
alguien pague los platos rotos. Richard Harrow – magnifico Jack
Huston - ha sido uno de los personajes más fascinantes visto en la
televisión y, seguramente, uno de los mejores secundarios. Su voz quebrada, su
mirada perdida o su melancolía silenciosa han hecho de Harrow un personaje de una
belleza equiparable a la toma del bosque enfrentándose a sus propios
demonios. Su final desolador nos deja al
borde del coma, lejos de aquello que Darmody tuvo y jamás apreció y aún
más lejos de lo que el propio Harrow consiguió y ya nunca alcanzará, el
amor. El sueño, simplemente, se ha evaporado. Los ecos de la muerte de Darmody se
extendieron también en el final de Gillian, la mantis religiosa por
excelencia que al final ha logrado llevarnos a su territorio y obtener nuestar compasión, a pesar de alzarse como un ser despreciable.
La temporada también ha dado para disfrutar con el siempre carismático Capone y su ascensión tras la jubilación forzosa de Torrio -curiosamente, Al jamás resultó una amenaza real para Torrio más que para su propia virilidad- o las cotas de humor que el bueno de Van Alden añade en su camino incierto e imprevisible.
En resumidas cuentas, Boardwalk Empire ha sabido reinventarse de nuevo al configurar una temporada en la que ha ganado en complejidad argumental y emocional, llevando al espectador a sentir el júbilo del sueño a alcanzar o el dolor de la pérdida de algunos de sus personajes. Cierto es, también, que ha perdido punch o, mejor dicho, espectáculo al redoblar los tambores, pero que no nos confunda el ruido de las pistolas al apretar el gatillo, Boardwalk Empire va camino de convertirse en la mejor representación artística del género en la pequeña pantalla que jamás hayamos visto.
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