Crítica de cine: 'Tierra Prometida'

Matt Damon, el lobo capitalista con piel de cordero hollywodiense


Nota: 6 

Día soleado de partido en una pequeña localidad agrícola de Pensilvania. En medio del campo, rodeado de unas modestas gradas de madera donde familiares y amigos lanzan vítores, un niño rubio- tan ideal que podría dedicarse a vender champús- lanza una bola de béisbol el día que estrena su traje nuevo, de un negro brillante y con el número 10 en un inmaculado blanco a su espalda. La imagen supone la encarnación de la inocencia y la felicidad más pura bajo el filtro del sueño americano, pero el espectador que lleva medio metraje de Tierra Prometida es incapaz de apreciar lo idílico de la postal debido a que su mirada únicamente puede centrarse en un elemento tan anticlimático como perturbador que no parece alarmar a los presentes: las palabras sobre los dígitos estampadas en la camiseta del querubín, Global Crosspower.  El realizador Gus Van Sant ni siquiera necesita detener su cámara sobre las letras para dejar clara la intencionalidad de la secuencia, aunque se permita ser bastante más explícito a lo largo del desarrollo del filme. Una misión centrada en denunciar que el capitalismo es un virus que, en plena crisis y cuando a la gente ya no le queda nada, muta y se transforma hasta adoptar una nueva forma capaz de seguir infectando a la población hasta aprovecharse incluso de sus cenizas. Pero, ¿quién puede enfadarse con él cuando nos llega con un rostro tan familiar y majetón como el de Matt Damon

En efecto, desde su simple premisa, centrada en dos agentes comerciales de una gran compañía energética que acuden a una localidad del EE.UU. más deprimido para comprar el gas de su subsuelo, Tierra Prometida intenta funcionar como crítica medioambiental a la vez que como triste reflejo del moribundo sistema económico. El problema es que, a pesar de que logra dejar claras ambas posturas con bastante facilidad, el realizador Gus Van Sant no ha sido capaz de encontrar otra plataforma para el relato que un drama costumbrista en la mejor tradición del Hollywood reivindicativo, ése que llega varios años tarde y tiene más interés en arañar alguna nominación para sus implicados que en resultar contundente en su denuncia. Eso sí, por el camino nos deja un par de trabajos interpretativos bastante disfrutables como son los de Frances McDormand, haciendo como siempre de la humanidad su bandera; y por supuesto Matt Damon, que se sigue sirviendo del tándem con el responsable de la estupenda El Indomable Will Hunting y la más marciana Gerry para reivindicar su aura de intérprete total -y solvente- más allá de los habituales blockbusters en los que participa. 


Escrita a cuatro manos por su protagonista y el nuevo pelele de metro noventa que se ha buscado para que le aguante la réplica -ahora que Ben Affleck gana Oscars solo-, el siempre simpático John Krasinski (The Office, Ella es el Partido), la película no tiene reparos en mostrar todo el proceso de captación de clientes por parte de los despiadados ejecutivos, que no dudan en mentir, manipular e incluso investigar a los lugareños en busca de enlaces con la comunidad o amenazas potenciales para sus maléficos planes. Las reticencias iniciales, sustentadas en la lucha de precios con la competencia y el tan manido debate ecológico, no tardan en encarnarse en un sólo hombre: Dustin (Krasinski), el fundador de una pequeña asociación verde que no dudará en servirse de las mismas artimañas que los protagonistas para impedir que los lugareños vendan su alma al diablo, e incluso de alguna aún más rastrera como seducir a la lugareña (Rosemarie DeWitt) de la que se ha encaprichado el personaje central.

Si bien es cierto que el tira y afloja con el 'abrazárboles' nos regala algún guiño al thriller corporativo bastante agradecido y que Van Sant se ha sabido aprovechar del contexto, sacando partido no sólo a los verdes prados que rodean al pueblo sino a la fuerza del mismo como un personaje propio formado a partir de la descripción de sus habitantes (como el dueño del almacén encarnado por un Titus Welliver con ganas de seguir ofreciendo guiños a los seguidores de Lost), su desarrollo está tan exento de riesgo y sujeto a convencionalismos, tales como el triángulo amoroso o el discurso final moralizante, que todo el conjunto, por muy bien rodado e interpretado que esté, pierde la poca fuerza de la que hace gala su bienintencionado mensaje. Dicho de otra forma, el resultado final deja un regustillo demasiado académico, entendiendo el término en su concepción más familiar y asequible, navegando en contra de la subversión y alienamiento que deberían provocar los terroríficos hechos que narra la cinta.


Seguramente Damon, en el que inicialmente iba a ser su primer largo como director, se justifique de alguna forma antes de meterse a la cama por las noches, convenciéndose de que servirse de herramientas tan burdas y superficiales en la construcción de la historia -heredada de la novela de Dave Egeers, todo sea dicho- es el mal necesario para conseguir el fin que se propone aunque ello suponga un ejercicio de manipulación similar al que él mismo pretende criticar a mayor escala en el filme. Ahora bien, si tenemos que buscar el valor añadido de la película, ése no está en un discurso anticapitalismo que ya han contado otros antes y mejor (el propio actor ya lo hizo en la narración del documental Inside Jobs, centrado en la industria financiera), sino  en la inmortalidad del mensaje que canaliza el personaje del veterano Hal Holbroock, el maestro local, cuyo empeño está lejos de destruir a la corporación y sí muy cerca de la exigencia de métodos honestos en la forma en la que ésta negocia con los ciudadanos. 

El mejor ejemplo de esa mentalidad casi olvidada nos lo da otro infante de cabellos color oro y sonrisa Profident, una niña esta vez que, tras apariciones puntuales en la cinta, tiene su momento de gloria mientras el protagonista espera a que la asamblea local vote sobre la propuesta de su empresa. Es en ese preciso momento, crucial para el clímax de la trama, cuando no duda en ofrecerle limonada recién exprimida de su puesto. Antes de pagar, Steve la prueba y su rostro refleja que podría ser la mejor limonada que el ejecutivo venido de una granja haya probado en su vida; tanto, que Steve no duda en pagar más de lo que la niña pide por el refresco. "Señor, en el cartel pone 25 centavos y vale sólo eso, 25 centavos" es su respuesta. Lo que refleja Tierra Prometida es que, cuando crezca, si esa niña sigue pensando de esa manera tiene muchas posibilidades de ser catalogada como una lunática. Paradójicamente, también de realizar una película mucho más honesta que ésta.

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